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Jermán Argueta lleva 25 años siendo cuentero profesional y además es director de la revista Crónicas y Leyendas Mexicanas. Presenta espectáculos de cuentería profesional en México, solo o con sus músicos, narrando tanto en teatros, museos e instituciones educativas como en pulquerías, cabarets, fiestas privadas, vecindades, panteones…

Es un cronista y un explorador de la ciudad que no vemos pero que está ahí, en la historia no oficial… es un cazafantasmas de las palabras.

Cuando Jermán llegó a vivir al Centro Histórico de la Ciudad de México, a esa calle de Regina (a unas casas de donde pasó lo que todos dicen que sí pasó), las conserjes del edificio le platicaron esto que para ellas fue una experiencia personal. Es decir, ellas son los dos personajes femeninos que aparecen al inicio del siguiente relato.

De pronto, cuando la señora Juana Ortiz, viuda de Tomás Fernández, y su hija Teresa trapeaban el piso de la vivienda cinco que había quedado desocupada, vieron al ras del piso unos zapatos negros bien lustrados. Al levantar la mirada, perplejas y atemorizadas observaron a un hombre con traje de novio: la camisa blanca, pantalón y saco negro, y en la solapa: flores de azahar. ¿Su rostro? Blanco como la cera y una enorme tristeza en los ojos.

Doña Juana era la portera de las vecindades marcadas con los números 39 y 43 de la calle de Regina, en el Centro Histórico. Ese día, doña Elvira, la dueña, había ordenado que hicieran muy bien la limpieza de la vivienda cinco, porque unas personas estaban interesadas en rentarla. Los anteriores inquilinos la habían dejado porque, a decir de ellos, por las noches los espantaban. Alguien les movía muebles y camas, y luego, por las mañanas, amanecía todo en su lugar. El corazón les revoloteaba en el pecho y en la cama; suspiros y lamentos se escuchaban en la oscuridad. No aguantaron más y se fueron. ¿Quién habitó antes que ellos los cuartos de la vivienda cinco?

Desde 1940, ahí vivió Lucila Morales con sus papás y un hermanito que nació en esa vecindad, ese mismo año. Tres años más tarde, ella conoció a Pedro Almaraz, tornero de oficio, buen muchacho y buen trabajador.

Ya con 19 años, la muchacha no se hizo del rogar cuando Pedro le propuso matrimonio —la espera suma años y las solteronas suman vacíos y resentimientos—. Ella, por supuesto, le dijo que sí. La querencia le brotaba por los ojos. ¡Casarse era su ilusión! La piel y la humedad del cuerpo sensualiza todo, hasta el mundo está luminoso siempre y el caminar se hace leve, leve… A veces el amor es tan leve que vuela y la realidad es tan pródiga y tan virtual… Y juntos se les vio caminar con la mirada llena de luz, desde que pusieron fecha a su boda: el sábado 16 de febrero de ese mismo año, 1946. Y entonces vinieron las prisas. Invitar a los familiares de Pedro, que eran de Tlalpujahua, Michoacán. Para Lucila las invitaciones fueron más ágiles y cercanas; iba de la colonia Centro a la Guerrero y a Santa María la Redonda.

El vestido de novia había que comprarlo ya. Y así fue. Cuando sus amigas vieron el vestido blanco, lo alabaron por sus mangas abombachadas, holanes con encajes y los tres velos. ¡Bellísimo! Lucila, de rostro risueño y cabello largo, lucía su cuerpo delgado y moreno como en un sueño dentro del espejo de cuerpo entero.

—¡Qué bonita se ve mi hija vestida de novia! —dijo la señora Concha, madre de la prometida.

El viernes 15 de febrero, hombres y mujeres se dieron cita en los escenarios de la despedida de solteros. Las mujeres le hicieron fiesta a la novia; los hombres se llevaron a Pedro.

La despedida de Lucila fue en la casa de su amiga Marisol, en la misma calle de Regina. A la novia la vistieron, la desvistieron; le dijeron para qué sirve el sexo y cómo utilizarlo en casos de emergencia; cómo hacer pañales y cambiarlos… ¡Ah!, y cómo lavarlos, para que no queden tiesos: —Las nalgas de los nenes son delicadas. —Le decían las tías y las amigas de mayor edad y experiencia.

A Pedro se lo llevaron a una cantina en la Doctores para enseñarle, entre bromas, todo lo que debía saber un hombre para ser hombre entre las sábanas, como esposo y como jefe de familia, faltaba más.

—¡Hay que saberse bajar los pantalones, pero también tenerlos muy bien puestos, porque en la casa manda el hombre!

—Bueno, ¡por lo menos que eso parezca! ¡Ja, ja, jaa, cof, jaaa, coof, ayy, jaa!

—¡Que la mujer ya no trabaje, luego se vuelven independientes y respondonas!

—¡Y quieren amante!

Las bromas, los buenos augurios y los consejos fluían entre las amigas y amigos de Lucila y Pedro. Entre la picaresca —sobre todo entre los hombres—, el vino corre. Así son las despedidas de solteros.

Llegó el sábado 16 de febrero y mucha gente vio salir a Lucila vestida de novia, con muchos invitados tras ella. Su casa y los patios de la vieja vecindad colonial, los adornaron con esmero; sobre el arco arabesco que da al patio grande lucía un corazón rojo y al centro, dos novios de papel blanco; la escalera que subía al segundo piso —abriéndose en dos brazos rumbo a los pasillos— fue adornada con cadenas de papel de china de colores muy mexicanos.

Al paso de Lucila y su comitiva por la calle de Regina, se escuchaba: “¡Qué bonito vestido de novia!” “¡Qué guapa se ve La Lucy!” “¡Mira, se ve contenta!” “Dime si no: en la noche va a dormir calientita…” “¡Cállate, envidiosa!” “¿Por qué? Si a mí no me hace falta casarme para dormir empiernada.”

El sol es benigno con su caricia y Lucila recuerda que unas horas antes, por la mañanita, fue al templo de Regina Coelli, a ver a Jesús en su imagen de Ecce Homo, la imagen que está en el enorme coro bajo. Le pidió —como le habían dicho sus amigas— un deseo muy cerquita del oído. Y esperó a que éste moviera la cabeza, para que le confirmara que sí se lo cumpliría. Eso, al menos, le dijo Marisol e insistió que ese Cristo mueve la cabeza para decir sí o no a los deseos que le piden. Lucila esperó un rato observando a Jesús, con su bello y tranquilo rostro. Ella creyó ver una sonrisa y unos ojos nublados y amorosos del Hijo de Dios, y contenta salió del templo.

Ya en la iglesia, al cuarto para la una, Lucila esperaba que llegara Pedro. La misa era a la una de la tarde. Al cinco para la hora indicada, miró nerviosa la bella portada en cantera del templo —con la Sagrada Familia tallada—. El eco del esbelto campanario la puso más nerviosa. Pedro no aparecía.

A las una en punto salió el párroco y le dijo que no desesperara. Cuando el cura salió de nuevo, Lucila lloraba. El sacerdote, entonces, le dijo que regresara a su casa. Ella sólo tenía un pensamiento: “¿Qué le habrá pasado?”

Las miradas, las voces que son un eco perverso: “La dejaron vestida y alborotada.” “Pobre muchacha.” “Ya valió gorro la fiesta.” Lucila no soportó las habladurías y echó a correr dejando atrás a familiares y amigos; quisieron alcanzarla, pero lo mejor era dejarla un rato a solas…

Al llegar a la vecindad, ansioso, su hermanito le dijo a Lucila que Pedro estaba en la vivienda. Ella entró corriendo. Y sí, ahí estaba Pedro: dormido sobre su cama. Lucila, ya fuera de sí y con los ojos enrojecidos del llanto, cerró la puerta y, llena de una ira desconocida tomó un cuchillo y se lo enterró al hombre una, dos, tres veces.

Él despertó como de una pesadilla, sólo alcanzó a decir: “¡En la des-pe-di-da de sol-te-ro… me… me… em-bo-rra-cha…!” Lucila, con las manos y el vestido ensangrentados, levantó el mismo cuchillo con su filo mortal y se lo enterró, desgarrándose el corazón y la vida.

Pasaron los meses y los vecinos del seis escucharon ruidos en esa vivienda, y contaron que tras la ventana sólo miraron la silueta de una mujer con un vestido vaporoso.

Ilustración de Alejandro Magallanes para Leyendero  (2015, Nostra Ediciones)

Una ocasión —ya varios años después— Teresa, la hija de la portera, bajó las escaleras de la vecindad cuando, de pronto, le dieron ganas de orinar y veloz se metió en la vivienda desocupada. En eso, frente a ella se presentó una mujer vestida de novia: mangas abombachadas, holanes con encajes y tres velos. Teresa Fernández —quien heredó el trabajo de su madre— miró, sin poder pronunciar frase alguna, cuando la novia dio vuelta y desapareció. Una vecina, al ver la puerta abierta, se asomó y vio los ojos desmesurados de Tere, quien del miedo ya no se acordaba si lo que tenía que hacer lo hizo en la taza del baño o no.

El tiempo ha pasado, pero Lucila y Pedro siguen siendo parte de los silencios y de la piel de la casa marcada con el número 39 de la calle de Regina.

Y usted, amiga o amigo, si piensa casarse, tenga presente no emborracharse en su despedida de soltero o soltera. Ah, y el día del enlace ponga el reloj a la hora, que no se le haga tarde para que al prometido o prometida no se le desquicien los nervios, ya ve que los filos del amor también matan.

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