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Tezcatlipoca Negro. Autor desconocido, p. 17 del Códice Borgia descubierto en 1809 por el explorador alemán Alexander Von Humboldt.

Hay días en que está bien que la literatura no atraviese, no cuestione, no acorrale, no atormente. Hay días en que está bien que un libro no sea una espada afilada, una bandera desgarrándose al viento o un escudo alzándose por los oprimidos. Hay días que eso está bien. Existen momentos necesarios en que un libro nos invita el té y nos sienta a la mesa para contarnos una historia o que apaga a luz y se coloca un linterna en el rostro para hipnotizarnos con un misterio o una fábula perturbadora.

Los niños de paja (2008) fue el primer libro de cuentos de Bernardo Esquinca (Guadalajara, 4 de enero de 1972) que, cabe destacar, lleva cinco reimpresiones. Pero desde su primera edición se mostró como un autor que sabe lo que su público quiere y no tiene empacho en dárselo. Juega con el morbo del lector, su atracción hacia la oscuridad, pero especialmente, conoce la pasión del público mexicano por lo sobrenatural, y aprovechando la tensión de la trama, cuela una reflexión sobre la capacidad del ser humano para la maldad y para entregarse al abismo.

Se dice comúnmente que la particularidad del cuento como género es que va hacia su final. Aunque Esquinca sí echa mano de esa sabiduría y nos ofrece un final cerrado, también sabe dejar pendiendo sobre ese final el misterio que continúa, permitiendo que el lector dé rienda suelta a sus propias elucubraciones, completando así los sucesos con una imaginación que previamente fue estimulada hacia lo tenebroso.

Bernardo Esquinca (1972)

El libro consta de ocho cuentos y una novela corta que, desde la comodidad de nuestro sillón preferido o, en su defecto, del transporte público, nos trasladan a un mundo que, si bien es ficticio, tiene lo misterioso, lo cruel, lo azotado, lo sanguinario y lo absurdo del país que habitamos los mexicanos, permitiendo sentir a esa construcción ficticia tan cercana como la realidad misma. Igual que las historias de nuestros abuelos o nuestros tíos acostumbrados a recopilar anécdotas.

En el cuento La vida secreta de los insectos, Esquinca nos conduce por el sendero que atraviesa todo escéptico cuando se topa con la desesperanza y, ante la ineptitud de la realidad para darle una respuesta, una solución o un paliativo a su dolor, decide creer en todo aquello que había tomado siempre por ridículo.

La señora Ballard es la señora Ballard es el relato más misterioso de todo el libro. Un detective privado es enviado a seguirle la pista a una mujer mayor. Mientras busca en su rutina algún detalle anómalo, es conducido a otros misterios cada vez más perturbadores plagados de mujeres, pornografía y sangre menstrual que terminarán por engullirle.

Por medio de la fantasía de un hombre obsesivo con delirios proféticos, en Mientras sigan volando los aviones recordamos cómo cada uno de nosotros, mexicanos, sentimos cargar el mundo en nuestros hombros y ciertos pensamientos obsesivos nos sugieren que nuestros pequeños rituales son los que sostienen la existencia del mundo, tal como lo practicaron nuestros antepasados prehispánicos, dispuestos al sacrificio de la carne en nombre de que el cosmos continuara su ciclo.

Por otros lado, El corazón marino nos muestra por primera vez una preocupación que Esquinca retoma en libros posteriores: los enfermos metales capaces de hacer profecías: «¿Qué senderos se abren, qué conexiones se establecen, qué fuerzas se desatan cuando se logran estimular los sótanos más oscuros del alma humana?»

Mientras que en Pabellón 27 recordamos que infancia es destino ya que plantea que los primeros años de la vida son un círculo que se cerrará más tarde con nuestro último aliento, y que las fantasías que se gestaron durante la infancia son una premonición de nuestra vida y nuestra muerte.

El cuento Espantapájaros es especialmente agudo para penetrar la mente colectiva de un grupo de niños y de las preocupaciones del más listo de ellos. Nos hace partícipes de aquel horror antiguo que vive un niño la primera vez que está en presencia de una relación sexual ajena, el halo de horror cósmico que la rodea, aún cuando no sepa qué es.

Acto siguiente, en El dios de la piscina, juega con aquella culpa impronunciada que los padres depositan en sus hijos de que sus matrimonios se hayan venido abajo. Esto lo reduce a un club de géneros —mujeres conviviendo con mujeres, hombres con hombres— con roles que cumplir para que funcione el sistema de la familia nuclear. Esta se convirte en el pretexto para posponer las relaciones sexuales y la razón para poner el foco principal en las pertenencias y los logros materiales, echando por tierra aquello que alguna vez fue pasión, enamoramiento y riesgo; mientras, llega a la inevitable conclusión, al sueño inefable de todos los padres: sacrificar a sus hijos.

El amor no tiene cura es un cuento particularmente perturbador por las imágenes que evoca, por el desamparo del personaje —una característica que suelen tener los personajes masculinos de Esquinca— y por la revelación de que la cotidianidad propia no tiene ninguna trascendencia para los demás. Ni siquiera cuando nos encontramos habitando la más honda de las tristezas, alguien se preocupa por nosotros genuinamente.

Escena de la película Los Niños del Maíz (Fritz Kiersch, 1984) basada en la novela de Stephen King.

A la novela corta Los niños de paja la habitan influencias muy evidentes y que deliberadamente Esquinca se encargó de homenajear: Stephen King y H. P. Lovecraft, escritores consagrados del género de terror. Con King nos trae de vuelta a Los niños del maíz (1977): viajeros perdidos que se topan con un pueblo de niños acostumbrados a rendir culto a fuerzas que exigen sacrificios humanos; de Lovecraft, nos recuerda a El Necronomicón, con sus dioses primigenios convocados en medio de un templo pétreo que emerge de la tierra. También pone en esta narración otra de sus preocupaciones persistentes: el pasado prehispánico latente bajo la tierra que exige sangre y resurrección.

Con este libro de cuentos Bernardo Esquinca fertiliza la imaginación y, en su paso por ella, riega semillas que en la mayoría de sus lectores florecen, ya sea para seguirle la pista o incluso para escribir. Y no hay tarea más completa que un escritor que incita a otros a escribir como un ritual de intercambio más que como un ejercicio de fama.

Los (mal llamados) subgéneros desde los que escribe Esquinca, policiaco y terror, de manera personal, siempre los he percibido como una relación de amor con la humanidad: toma sus aspectos más oscuros, como la capacidad de asesinar, de auto mutilarse, de enloquecer, y los convierte en historias amenas. En lugar de despreciar esas características desde la moralidad o el prejuicio, las integra como parte inherente de ser humanos, pues al fin y al cabo nos pertenecen y de nada sirve reprimirlas, al contrario, negarlas podría resultar en una catástrofe aún mayor. Es por eso que escribir y leer sobre el crimen, el terror y el misterio es evidencia de salud mental.

Escena de la película Los Niños del Maíz (Fritz Kiersch, 1984) basada en la novela de Stephen King.

Aunque sus influencias son en su mayoría extranjeras, Bernardo es un narrador profundamente nacional, entregado a sus raíces, que encuentra su propia alegría de narrar en las preocupaciones de México, en sus misterios resueltos con burocracia y torpeza, en la escisión entre un pasado arrebatado y un presente insostenible.

Porque ser mexicano no sólo implica tradiciones coloridas que contrastan con la más cruda de las violencias, sino que en medio habita un ser ávido de misterio, lleno de melancolía y de cicatrices que se han vuelto imposibles de sanar por los siglos que llevan desgarrándose. Pero hay que hacer algo con ello. Es por eso que cada nación requiere su propio autor o autora de género que, a la par del entretenimiento, ofrezca también la reflexión tenebrosa, la imaginación fecunda, el conocimiento de su lector y su resonancia con el mismo.

Porque cada país merece que en sus libros aparezcan los nombres de sus calles, de sus bares de confianza, de sus dioses primigenios. Merece su propio entretenimiento de calidad, su lectura de placer. Es por eso que en estos tiempos globalizados, el entretenimiento, cuando es de consumo local, es un acto de rebelión.

Portada de Los niños de paja (Bernardo Esquinca) Editorial Almadía. México, 2008.

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Amaranta Monterrubio

Cuando se eleva el sol es un erizo que disfruta explorar los jardines del día, pero cuando aparece la luna, se entrega a la lectura de grimorios y la escritura de palabras malditas. Su verdadera vocación es poner apodos y encontrar comida deliciosa en lugares improbables.

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